El escritor, el que construye, el que
compone, el que hace del espacio otro, un espacio para la expansión y expresión
de la conciencia; ese, el que observa, el que contempla, el que experimenta en
sí y en el entorno cada cosa que lo impacta; ese, el visionario, el que elige
los lugares comunes para trazar las perspectivas, el que se confunde con los
otros y no se deja cegar por los supuestos extra-ordinarios de “hacer” el
mundo; ese, el que no se espanta por lo que pueda hallar, ni se vence, ni se
censura por lo que descubre de sí, ni discrimina por lo que descubre en los
otros; ese, que a pesar de las crisis que implica confrontar el pensamiento, lo
sigue haciendo y vuelve, y busca, busca siempre la comprensión antes que el
conocimiento. Ese, si interrumpe su proceso, se enferma.
Y si no hay escritores, si no hay quien se encargue de lidiar con el pensamiento, si no hay quienes construyan y mantengan abiertos esos espacios para la conciencia, si no hay quien incomode e inquiete el pensamiento perezoso que solo gusta de consumir directrices, si no hay algo que venga y rompa esa burbuja de “satisfacción y superación personal”, entonces la sociedad deja de mirarse, se detiene en “el sí mismo” y se enferma, y si la sociedad enferma, se detiene el proceso colectivo y empobrecemos todos.
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